lunes, 21 de abril de 2014

¿Pero qué ocurrió realmente?

«Todos lo abandonaron y huyeron» (Mc, 14, 50).

«Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como al trigo. Pero yo he orado por ti, para que permanezcas en la fe. Y tú, cuando vuelvas sobre ti, afianza a tus hermanos» (Lc 22, 31-32).


La cuestión y el camino recorrido
Pero, ¿qué ocurrió realmente? No basta con decir qué no ocurrió. Es fácil identificar los elementos legendarios de los relatos de la Resurrección. Ángeles que descienden en medio de terremotos, que hablan y hacen rodar las piedras; tumbas que están vacías; apariciones que desaparecen; hombres ricos que ponen sepulcros a disposición; ladrones que hacen comentarios desde las cruces de su tortura… Todo esto son leyendas; leyendas sagradas, añadiría yo, que, sin embargo, no dejan de ser leyendas.

El rechazo del valor histórico de estos detalles bíblicos, tan familiares como legendarios, no concluye, sin embargo, nuestra búsqueda de lo que ocurrió; simplemente nos traslada a otro nivel, donde nos planteamos otra cuestión: ¿Qué fue y cómo debió de ser lo que ocurrió para que diera origen a todos estos detalles legendarios que se acumularon en torno a la Resurrección? ¿Por qué se acumularon? Cientos de millones de personas han vivido y muerto sobre esta tierra sin que a su alrededor se hayan forjado leyendas semejantes.

Y eso que algunas fueron famosas y poderosas. ¿Por qué, entonces, se formaron en torno a aquel hombre y en aquel tiempo y lugar? ¿Quién era y es Jesús de Nazaret? ¿Por qué los acontecimientos ocurridos después de su muerte poseen semejante poder? ¿Qué pudo contribuir a unos cambios tan drásticos como la transformación de unas vidas, la supresión del miedo y de la desesperación, la aparición de un nuevo coraje, la redefinición de Dios y unos nuevos modelos de culto? ¿Qué ocurrió para que la gente empezase a decir de Jesús de Nazaret, con un convencimiento reverencial: «¡La muerte no puede retenerle!» y «¡Hemos visto al Señor!»?

Tal como sugería que haríamos al principio de este libro, nos hemos esforzado por entrar en aquellos momentos nacientes de la historia de nuestra fe, en el «big bang» de los comienzos de la historia cristiana. Hemos buscado y encontrado una nueva lente, la lente del midrásh, con la que leer nuestros relatos sagrados. Hemos intentado experimentar y sentir los problemas que tuvieron los escritores del siglo I cuando intentaron transmitir –sin duda tras el hecho de la vida terrena de Jesús ya consumada– el poder y el significado latentes en aquel momento crítico en que nació el cristianismo.

Con nuestra mentalidad del siglo XX, hemos procurado abarcar la realidad del mundo en que se escribieron los Evangelios; mundo en el que no había ni libros ni periódicos ni fotografías ni bibliotecas ni emisoras de radio ni de televisión ni reporteros ni, desde luego, ningún testigo presencial.

Hemos visto cómo el cristianismo, con la destrucción, por obra del ejército romano, de Jerusalén, que era el centro judío del cristianismo, cambió en el año 70 d.C. Hemos anotado algunos de los cambios que se operaron cuando esta historia de fe tan profundamente judaica empezó a flotar en un mar que era, ante todo, gentil, en el que no se conocían ni las tradiciones fundacionales judías ni su visión original del mundo. Vimos, pues, cómo las experiencias que eran familiares al pueblo judío se distorsionaron al transferirse a un ambiente no judío, y fueron mal interpretadas por mentes no judías.

Sentimos el dolor de unas comunicaciones rotas cuando un mundo cristiano formado por gentiles, profundamente ignorantes de la manera judía de escribir y de entender la Escritura, procedió, sobre la base de una mala interpretación del carácter sagrado de unas palabras, a imponer la autoridad de la inerrancia literal de dichas palabras. Y advertimos, asimismo, cómo la historia de la fe cristiana iba embelleciéndose, y cómo se resaltaban los elementos milagrosos y se desarrollaban las leyendas.

Cuando pudimos ver de forma manifiesta el desarrollo de tales modelos en los escritos que poseemos, compuestos entre los años 70 y 100 d.C., empezamos a comprender que otro tanto debió de ocurrir entre los años 30 y 70, cuando todavía no se habían puesto por escrito los recuerdos. En este túnel inexplorado del tiempo, ¿cómo fueron embelleciéndose los hechos, cómo fue destacándose lo milagroso y cómo fueron creciendo las leyendas? Cuando avanzamos a través de este proceso en el tiempo, advertimos qué poco sólido es el terreno, cuán movediza es la arena y cuán resbaladizas son las pendientes por las que se desliza nuestra frágil comprensión de la realidad y de la fe.

Hemos analizado los propios textos bíblicos, y han demostrado ser poco fiables si lo que buscamos son hechos objetivos y detalles consistentes. Los relatos evangélicos de la Resurrección presentan pocas coincidencias si atendemos a los hechos tal como éstos se exponen literalmente. Con todo, en medio de esta confusión de pormenores, queda claro un testimonio poderoso acerca de una determinada realidad que fue proclamada con especial intensidad: «La muerte no puede retenerle. Hemos visto al Señor».

Por eso procuramos penetrar en el significado de las palabras que aquellos primeros cristianos utilizaron y captar así la esencia de la experiencia que habían vivido, así como el significado que habían encontrado en Jesús. Hemos visto cómo interpretaron a Jesús –y a lo sucedido con él– sirviéndose de imágenes y títulos familiares en el judaísmo como los de profeta-mártir, héroe salvífico, víctima de un sacrificio expiatorio, siervo sufriente e hijo del hombre. Pero esto no nos dice todavía por qué tales palabras e imágenes les parecieron apropiadas. Por eso tenemos que seguir preguntándonos: ¿Qué ocurrió para que estas palabras e imágenes se aplicasen a Jesús?

En nuestra búsqueda de pistas que nos ayuden a entrar en el túnel oscuro que media entre la muerte de Jesús en torno al año 30 y los textos escritos acerca de la Resurrección, tenemos que sacar ahora algunas conclusiones a partir de las pistas que hemos estudiado.

He llamado la atención, en primer lugar, sobre los datos que apuntan claramente al hecho de que fue en Galilea, y no en Jerusalén, donde nació el momento de la Pascua de Resurrección. Una vez establecido esto, encajaron muchas otras cosas. Si Galilea fue primordial, entonces los ángeles de la tumba vacía, la propia tumba con su piedra imponente desplazada y las visitas de las mujeres, es decir, toda la tradición funeraria ha de dejarse de lado y considerarse como una suma de hechos no objetivos sino narrativos.

Estos elementos de la tradición fueron, pura y simplemente, mitos y leyendas surgidos más tarde, en un contexto jerosolimitano, entre gente que era incapaz de contar de otro modo el significado trascendente que había captado y que resucitó el núcleo mismo de sus vidas. La primacía de Galilea significa, además, que todos los relatos de apariciones (con su pretensión de ser manifestaciones físicas del cuerpo muerto que, de alguna manera, habría sido revivificado y habría salido del sepulcro) son leyendas y mitos que no pueden tomarse en sentido literal. El Jesús resucitado no comió pescado literalmente en Jerusalén. Tomás no tocó las llagas físicas de sus costado. La Resurrección puede significar muchas cosas pero estos detalles no forman literalmente parte de su realidad. Afirmar que Galilea es el emplazamiento primario de la experiencia de la Resurrección es un paso decisivo que, además, la misma Biblia parece reconocer, tal como vimos.

Nuestra segunda pista era que, cualquiera que fuese la realidad de la experiencia de la Resurrección, Pedro fue la persona decisiva en el corazón de la misma. Tal como vimos, los mismos Evangelios parecen testificarlo de forma profunda y obvia. De manera que este hecho nos llevó a considerar la probabilidad de que muchas de las cosas dichas a Pedro y de Pedro en los Evangelios, incluido el cambio de su nombre, fueron episodios posteriores y no anteriores a la Resurrección.

Nuestra tercera pista apuntó a la enigmática conexión existente entre la Resurrección y la comida. El pan partido, en primer lugar, y el vino distribuido, de forma secundaria, se agregaron durante nuestro examen, de un modo único y persistente, a lo que debió de ser la experiencia de la Resurrección. Lo cual podría significar que cada comida, cada historia de alimentación recogida en los Evangelios podría muy bien ser un relato no anterior sino posterior a la Resurrección.

Nuestra cuarta pista consistió en ver que cualquier referencia literal de tiempo deducida de la expresión de «el tercer día» había que dejarla de lado. Vimos que este símbolo evolucionaba desde «después de tres días» hasta «el tercer día» bajo la influencia de otras expresiones como «el primer día de la semana» y «el día del Señor». Identificamos además esta expresión con una tradición posterior, que se desarrolló en Jerusalén.

En consecuencia, separamos el momento de la experiencia de la Resurrección de cualquier referencia temporal, de modo que ésta pudo flotar libremente, sin datación alguna, antes de insertarse en una referencia específica.

Por último, analizamos las tradiciones funerarias de los distintos Evangelios y consideramos los episodios de José de Arimatea y de Nicodemo como leyendas forjadas en la tradición de Jerusalén. Y descubrimos, además, en el libro de los Hechos, en un discurso atribuido a Pablo, algo que muy bien podría ser un fragmento de un hecho verídico que, por rememorado, no acabó de desaparecer. Según este fragmento, Jesús habría sido enterrado por quienes lo ejecutaron, tal como correspondía a los criminales convictos, lo cual podría haber sido especialmente cierto con él puesto que todos sus discípulos lo abandonaron y huyeron.

A través de todas estas pistas, acabamos por regresar al momento de la muerte de Jesús: un momento que parecía estar conectado con la celebración de la Pascua judía si bien el modo exacto de tal conexión es una fuente de conflicto entre los distintos Evangelios. Llegados a este punto, quiero intentar re-crear aquí el momento, entrar en la experiencia y buscar la realidad que irrumpió en el mundo y cambió la faz de la historia de los hombres. ¿Qué ocurrió, pues, de hecho?

Mi convicción definitiva

Para empezar, permítaseme una afirmación obvia: ¡Después de todo, no se puede más que especular! En definitiva, en esta investigación se llega a un punto en el que uno tiene que decir sí o no a Jesús, y sí o no al significado de su vida. La línea ya está trazada y sólo hemos de decidir si queremos traspasarla por la fe o si rehusamos dar el paso y nos apartamos de esta tradición. Al final, al margen de la hondura en la búsqueda en las Escrituras, de la profundidad del análisis de los detalles textuales y de las otras cuestiones que pueden suscitarse, hay que pronunciarse: o Cristo es la fuente de resurrección que está dentro de nosotros o debemos confesar, honestamente, que hemos llegado a perder la fe en él.

La especulación acerca de lo que ocurrió no puede sustituir al convencimiento de que ocurrió algo real.

Pero la especulación puede ser una ayuda para estimular y alentar a otras personas a viajar con nosotros hacia el posible encuentro con el Cristo resucitado. Con este propósito es como ofrezco esta propuesta de reconstrucción. Soy una persona de esas que tienen un sentimiento de búsqueda permanente, que continuamente me asedia. Quiero relacionar y combinar las cosas para poder acercarme, de forma racional y por medio de un proceso racional, al último rincón del misterio. Reconozco que mis procesos racionales sólo pueden conducirme hasta la frontera del misterio, nunca hasta su corazón. Pero, al menos, deseo caminar hasta el umbral de lo último y pronunciar ahí o un sí sonoro que me motivará para proseguir mi viaje hasta Dios, o un no sonoro que me forzará a cesar en mis esfuerzos.

No puedo dar mi sí a unas leyendas que claramente se han creado de forma que hoy no podemos sino considerar fantasiosa. Caso de no poder impulsar mi búsqueda más allá de los mensajeros angélicos, de las tumbas vacías y de las apariciones, no podría decir sí a la Resurrección. No quiero permitir que mi mente del siglo XX esté comprometida con el literalismo de otra época que hoy no puede ser creído en un sentido literal. Si la Resurrección de Jesús no puede ser creída más que asintiendo dócilmente a las descripciones fantásticas que se incluyen en los Evangelios, el cristianismo está condenado.

Porque, dado que esta visión de la Resurrección no es creíble y dado que todo consiste en ella, entonces, el cristianismo, que depende de la verdad y autenticidad de la Resurrección de Jesús, tampoco resulta creíble. De manera que, si éste es el requisito para la fe cristiana, entonces tendría que abandonar con tristeza la casa de mi fe. Ahora bien, en este eventual abandono de la Iglesia cristiana me acompañarían todos los estudiosos destacados del Nuevo Testamento del mundo entero, católicos y protestantes, como E. C. Hoskyns, C. H. Dodd, Rudolf Blutmann, Reginald Fuller, Joseph Fitzmayer, W. E. Albright, Raymond Brown, Paul Minear, R. H. Lightfoot, Herman Hendrickx, Edward Schillebeeckx, Hans Küng, Karl Rahner, Phyllis Trible, Jane Schaberg, D. H. Nineham, Maurice Goguel e incontables más. Todos ellos son especialistas de gran honradez personal. Ninguno de ellos considera literales los relatos de la Resurrección, pero no por eso abandonan la adoración de Jesús como su Señor. Yo tampoco la abandono.

No hay ningún éxodo de este grupo hacia fuera de la Iglesia cristiana porque estamos convencidos de que la realidad de la Resurrección no queda limitada a las palabras de las leyendas cristianas que se desarrollaron a partir de ella. Podemos rechazar los relatos literales acerca de la Resurrección y no rechazar, sin embargo, la verdad y el poder de la Resurrección en sí. Es la distinción que se impone hacer. No tendríamos las leyendas de no haber existido un momento que fue tan indescriptible que fueron necesarias todas estas leyendas para explicarlo. Ni tampoco tendríamos una tradición sobre la Resurrección de no haber habido una experiencia tan real de ella que las palabras terrenas no pudieron contenerla. La Resurrección nos señala una dimensión que se hizo tan visible que, originariamente, la única respuesta apropiada fue el silencio extático.

Para mí, las tradiciones evangélicas indican la verdad; no son la verdad. Sólo mediante una teoría retrocedo desde los relatos evangélicos hasta el momento del nacimiento del cristianismo, de la misma manera que los físicos y astrofísicos sólo retroceden, mediante la teoría, hasta un instante tan pequeño que los relojes no pueden medir: la millonésima de segundo del comienzo mismo de la creación, que contiene el último secreto de cómo llegó el universo a la existencia. En ese sentido, yo rastreo el desarrollo de nuestra tradición cristiana desde su primer momento como los físicos y astrofísicos rastrean el desarrollo del universo desde el suyo. Teoría tras teoría, todas han ido quedando descartadas como inadecuadas a medida que se iban descubriendo nuevos conocimientos. Se encontraron pistas sucesivas –en las ondas electromagnéticas, en los rayos radiales y en la luz en los límites del espacio– que demandaban formular, cada vez, teorías nuevas. Mientras tanto, sin embargo, nadie dudaba de la realidad del universo, que continúa pidiendo alguna explicación.

De modo parecido, tampoco yo dudo de la realidad que apareció en el tiempo y en la historia y que llamamos Resurrección. Hay efectos mensurables que derivan de este momento y que demandan explicación. En la historia del cristianismo se han ofrecido varias explicaciones. Algunas de las primeras aparecen en los mismos textos del Nuevo Testamento. Tales explicaciones no son sagradas. Pero sí lo es el momento que dio pie a todas ellas. A mi entender, este momento no está en el tiempo ni en la historia, ni ocurrió dentro de nuestro concepto de espacio. Como no lo estuvo tampoco la Creación. Tiempo y espacio son propiedades del universo, y la Creación ocurrió “antes” de que los hubiera. Pero indicar que la Resurrección no fue una realidad que puede contenerse en el tiempo y en el espacio no significa que no sea real como lo fue el “big bang” que inauguró el tiempo y el espacio; significa, simplemente, que yo no asocio ni la realidad del universo ni la realidad de la Resurrección a las categorías de espacio y de tiempo. Pero, ya basta con esto. ¿Qué ocurrió para que el movimiento cristiano estallase en el tiempo y durase durante estos dos mil años de historia? ¿Cuál es mi mejor conjetura, mi mejor especulación culta al respecto?

La crucifixión tal como pudo haber ocurrido
Jesús fue apresado. Se había convertido en anatema para las autoridades religiosas a la defensiva. Había relativizado las exigencias de la Ley, introducido nuevos valores en competencia, quebrado el poder de los controles religiosos y amenazado a la nación con la anarquía religiosa. Era un peligro para el poder, el orden y la autoridad religiosos. Dado que una de las funciones históricas de la religión es controlar la ansiedad, impedir que se formulen preguntas que no tienen respuesta y mantener el juego de «Finjamos que podemos controlar nuestro mundo», la amenaza de aquel hombre resultaba intolerable. Así que los dirigentes religiosos, en colaboración con los funcionarios romanos, lo hicieron morir.

La ejecución ocurrió durante los días de la Pascua judía. El pueblo estaba agitado y revuelto. El yugo de la dominación extranjera era pesado. La jerarquía religiosa había conseguido un modus operandi con las autoridades romanas. Hasta el sumo sacerdote se mostraba obsequioso con ellas. Por su parte, el imperio, que gobernaba Judea, se aseguró así el poder y la influencia del sacerdocio judío, aunque éste operase sólo dentro de un área restringida. Era un poder limitado pero, en cualquier caso, de importancia para los romanos. Y aquel hombre, Jesús, representaba una amenaza para este poder. Si por su acción y su predicación se llegaba a aflojar el control del sistema religioso, si llegaba a cundir la anarquía religiosa, las autoridades romanas impondrían un control total. Por eso Jesús, el profeta de Galilea, tenía que desaparecer.

Una señal de la falta de poder del sacerdocio del templo se ve en su necesidad de contar con la cooperación romana en las causas capitales. Dicha cooperación se lograba muy fácilmente, sin embargo, ya que los funcionarios romanos no querían alentar a los líderes religiosos rebeldes. Los detalles de la ejecución de Jesús pueden carecer de historicidad literal. Seguramente, la historia de Pilato dejando en libertad a un preso notable llamado Barrabás, que significa «el hijo de Dios» (bar = hijo, Abbá = Dios como padre), es legendaria. Sin embargo, permanece el hecho de que Jesús de Nazaret fue ejecutado y de que, al morir él, su movimiento terminó pues «todos lo abandonaron y huyeron».

En este sentido, el episodio de las negaciones de Simón contiene, indudablemente, un núcleo histórico aunque los detalles no deberían tomarse al pie de la letra. Dicho núcleo es creíble por contravenir algo tan común como que un movimiento no se inventa, normalmente, historias hostiles a sus dirigentes. Por contraste, la historia del discípulo amado, que permanece al pie de la cruz –y que sólo se cuenta en el Evangelio de Juan y cuyo corolario es que Jesús le encomienda el cuidado de su madre–, representa el núcleo de una leyenda interesada, creada por los miembros de la comunidad joánica para exaltar el prestigio de su mentor espiritual.

La probabilidad más fuerte, respecto de los discípulos, está a favor de la verdad sin componendas expresada en la frase citada antes: «todos lo abandonaron y huyeron». Jesús murió solo. Tuvo la muerte de un criminal ejecutado públicamente, y su cadáver recibió, probablemente, el tratamiento que suele reservarse a los infortunados que entran en esta categoría. Fue retirado del instrumento de su ejecución –del madero de la cruz– y depositado y sepultado en una fosa común. Después no se conservó ningún recuerdo de aquella fosa pues no se concedía ningún valor a quienes se ejecutaba así. El enterramiento eliminaba el hedor de la carne putrefacta hasta que, al cabo poco tiempo, sólo quedaban algunos huesos sin identificar. E incluso éstos desaparecían sin tardanza pues la naturaleza recupera eficazmente sus recursos.

Nadie sabe la fecha exacta de la crucifixión. Los Sinópticos y el Evangelio de Juan la sitúan en un momento cercano a la fiesta de la Pascua judía y no veo razón alguna para ponerlo en duda. Sin embargo, quedan demasiadas cuestiones pendientes para tomar al pie de la letra tanto el intento de los Sinópticos de hacer coincidir la Última Cena con la festividad de la Pascua, como el del Cuarto Evangelio de unir no la Última Cena sino el día de la crucifixión de Jesús con el día en que se sacrificaba el cordero pascual.

¿Cuánto tiempo permaneció Jesús en la cruz antes de morir? No creo que nadie lo sepa. Conviene recordar que quienes hubieran podido observarlo y transmitir esta información lo habían abandonado y habían huido. La intervención de José de Arimatea, las tinieblas que envolvieron la tierra, el desgarramiento del velo del templo, el grito extático y creyente del Centurión, son todos elementos propios del desarrollo de una leyenda. El enterramiento precipitado antes del Sabbath sólo es una parte de la leyenda funeraria. Nadie sabe cuánto vivió Jesús en la cruz, cómo murió, cuándo lo bajaron o dónde fue sepultado, «porque todo ellos lo abandonaron y huyeron». Esto significa que no hubo visita de las mujeres al sepulcro para ungir a Jesús el primer día de la semana puesto que no hubo tumba conocida ni información de cuándo había muerto o de dónde lo habían sepultado.

Considero muy posible —y a ello me he referido antes— que, en algún momento, María Magdalena intentase encontrar el sitio donde depositaron, al final, los restos. Sin embargo, fracasó porque no había ninguna tumba marcada. Habían retirado el cuerpo de Jesús, y María, como líder del duelo, fue incapaz de localizar el sitio «donde lo habían puesto», como dice el texto. María puede que hiciera este viaje inevitable de las dolientes por cuanto creo que existe una fuerte probabilidad de que la mujer que llegó a llamarse Magdalena fuese la misma María que vivía con su hermana Marta en Betania, a unos pocos kilómetros de Jerusalén, en una casa que Jesús visitaba frecuentemente. He sostenido e intentado probar esta posibilidad en un libro anterior, Jesús, hijo de mujer.

La respuesta de los discípulos a la desgracia [I]
Pero ¿adónde fueron los apóstoles en su huida? «Seréis dispersados cada uno por su lado, y me dejaréis solo» (Jn 16, 32). Estas palabras de Juan han preservado una pista magnífica. Estas palabras, en efecto, dicen que «cada uno se fue por su lado» o que se marchó a su casa. Ahora bien, por lo que respecta a Simón –cuyo nombre algún día será Pedro– y probablemente también a los demás discípulos, su casa era Galilea. Como el dato anterior parece ser que Jesús y sus discípulos llegaron de Galilea a Judea por el camino del desierto, es decir, por el este del Jordán para evitar los peligros de Samaría, sospecho que los discípulos regresaron a su casa por la misma ruta por la que vinieron. Esto significaría que Betania, situada al este de Jerusalén, les quedaba de camino.

Como habían estado en Betania —según los textos— durante la semana anterior al prendimiento, lo normal sería que hubieran ido allí después de la muerte de Jesús, tanto más cuanto que el lugar cogía de camino.

No tengo ni idea de cuántos discípulos marcharon en aquella dirección pero estoy seguro de que Simón estaba entre ellos. Sospecho que fue en aquella casa y durante aquella noche cuando se conoció su negación en medio de la pena y del dolor. El pesar y la cólera son emociones estrechamente unidas y esta unión debió de ser muy especial en aquella casa en que residía la mujer más cercana a Jesús y más estimada por él. Seguro que ella no dejó de manifestar sus sentimientos a Simón si de algún modo le hacía responsable de la muerte del Maestro.

Son muchos los elementos en esta historia que me inducen a preguntarme por la historicidad del final de Judas Iscariote. ¿Fue su traición un invento para que, comparativamente, resultase menos desconcertante la conducta del resto de los discípulos, que huyeron y lo abandonaron? Judas parece ser una creación típica del midrásh. Ni siquiera está clara la razón por la que traicionó a Jesús. ¿Se debió a que era difícil de localizar? Además, el detalle de las treinta monedas de plata puede encontrarse en el profeta Zacarías, los dos relatos contradictorios de su muerte, el episodio del pan mojado en la salsa durante la última cena y, finalmente, el mismo sobrenombre de Iscariote, con muchas interpretaciones sin que ninguna satisfaga realmente; todos estos pormenores suscitan en mí la duda acerca de la historicidad de Judas.

También advierto que especialmente el Cuarto Evangelio presenta a María Magdalena en una relación estrecha y confiada con Simón y con el discípulo amado. No pretendo tomar al pie de la letra el relato que habla de esta relación, pero sí quiero registrar la idea de que tales personas se conocían bien, con una cierta intimidad (Jn 20, 3). Asimismo querría notar que, cada vez que se da la lista de las mujeres en los evangelios, siempre se nombra a María Magdalena la primera. Y no creo que esto sea mera casualidad o coincidencia. A mí se me antoja significativo este detalle dado que, en el Siglo I, las mujeres tomaban su estatus del marido.

Así, la noche de después de la crucifixión de Jesús, sitúo a Simón en la casa de Betania que pertenecía a María, llamada Magdalena, y a su hermana Marta. Y contemplo una escena en la que se mezclan el trauma, el pesar, la cólera y la desesperación, por no hablar del miedo.

Sospecho que Simón continuó su viaje tan pronto como pudo. Tenía que volver a su casa, buscar la seguridad de Galilea y la sensación confortante de reencontrarse entre las cosas que le eran familiares. Ningún sitio podía parecerle más tolerable en aquel momento de su vida. Al clarear, se adentró, pues, por el penoso camino del desierto e hizo el largo recorrido por el este del Jordán. Recorrer la distancia que separa Jerusalén de Galilea podía suponer, a pie, entre siete y diez días. No se podía caminar durante el calor del día ni con la oscuridad de la noche, por lo que la marcha se limitaba a las horas entre el amanecer y el mediodía y entre la puesta de sol y la noche cerrada. Poco había que temer en aquel viaje pues el anonimato era lo propio de cualquier viajero. Pasaron así algunos días antes de que Simón regresase a Cafarnaúm o a Betsaida, y más días aún –posiblemente semanas– antes de que superase el trauma lo suficiente como para empezar a poner en orden su vida.

El impacto de Jesús sobre Simón debió de haber sido enorme. Nadie está seguro, ni siquiera los evangelistas, de cuánto tiempo había girado la vida de Simón en torno a la de Jesús. Simón había escuchado las enseñanzas de Jesús y había observado su influencia en los demás. Simón había visto la calidad de la vida de Jesús y, tal vez, había tenido el privilegio de compartir la relación de Jesús con Dios más que el resto. Jesús había enseñado a orar a Simón. Le había amado personalmente, le había llamado por encima de las barreras que los prejuicios habían levantado contra los samaritanos, las mujeres e incluso los gentiles como la mujer siro-fenicia. Cada una de estas experiencias había sido una llamada para Simón. Jesús había hablado acerca del reino de Dios que irrumpía en la historia, acerca del juicio final y acerca del fin de los tiempos.

A través de sus palabras, Simón había intuido que la vida misma de Jesús estaba relacionada de algún modo con aquel reino y su llegada. Tal vez Jesús era un signo del mismo, tal vez su agente, o tal vez el secreto de su vida estaba en su incorporación, de algún modo, al significado de aquel reino.

Simón había visto en Jesús una rara integridad personal que se manifestaba en el coraje de ser él mismo en cualquier circunstancia. Cuando la gente acudía a él para escucharlo y aclamarlo, no perdía la cabeza. Y, cuando las fuerzas de los enemigos lo cercaban, no hurtaba el rostro por miedo ni su espíritu se turbaba por la ira. Jesús parecía estar libre de la necesidad de que las respuestas de los demás lo definieran. Y Simón anhelaba tener esta libertad.

Jesús parecía conocer asimismo la manera como estar presente ante los otros. Comprometía cada momento y se entregaba a cada persona con la intensidad de lo eterno. Tanto cuando estaba con el llamado joven rico –que llevaba los signos externos del poder terreno– como cuando estaba con la mujer sorprendida en adulterio, lo hacía sin otro poder que la petición de clemencia, la atención, la mirada y la presencia entregadas totalmente conforme necesitaba aquella persona. La persona en cuestión era, en aquel momento, como si fuese lo único que contase en la vida de Jesús. De esta manera, parecía desafiar, con su propia vida, la jerarquía de valores con la que los seres humanos juzgan a los demás. Para Jesús cada persona llevaba la imagen de Dios, era merecedora del amor de Dios y, en consecuencia, cada persona tenía dentro de sí la posibilidad de desarrollarse hasta la vida plena del Espíritu de Dios.

La mentalidad popular de la época entendía que las enfermedades y las desgracias eran castigo por una vida de pecado y, sin embargo, Jesús abrazaba a los leprosos. La inmoralidad era señal de rebelión ante los caminos de Dios y, sin embargo, Jesús no se negó al contacto de la mujer que lo ungió, y llamó al discipulado a quienes desempeñaban la profesión de recaudadores de impuestos. En una sociedad en la que las mujeres no eran personas idóneas para conversar con ellas, Jesús se puso a hablar con una junto al pozo de Siquem, y tomó en serio sus preguntas y le abrió nuevas perspectivas para su vida. Cuando los niños acudían a él, los acogía bondadoso y reñía a quienes pensaban que no podían intervenir y preguntar. Simón había visto todas estas cosas y muchas más. No eran cosas que le pasaban por la cabeza sin más. Seguramente empezaban a entrar en los estratos de su subconsciente y a quedar registradas en él: «justo ésa era su manera de ser».

Para Jesús, Dios era una realidad poderosa y Simón estaba en situación de compartir aquella realidad. Para Jesús, Dios era «Padre», un concepto constantemente expresado con la palabra aramea Abbá, llena de connotaciones de intimidad, solicitud, amor y perdón. Para Jesús, Dios era un padre que acoge a su hijo caprichoso, un pastor que busca la única oveja perdida o una mujer que barre solícita hasta encontrar la moneda extraviada. A este Dios, todos podían acudir y abrirle su corazón y expresar sus necesidades por insignificantes que fueran. Cualquiera podría haber aprendido de Jesús a decir a Dios: «Danos nuestro pan de cada día» o «Líbranos del mal». Cualquiera podía haberse sentido animado a imitar a la viuda insistente que no dejó de llamar a la puerta hasta que fueron satisfechas sus peticiones. Cualquiera podía también orar por la venida del reino de Dios o por obtener un perdón tan gratuito, constante y sin límites que llegaba al infinito. Simón no podía haber escapado a alguna participación en tales realidades.

Simón era también consciente de que, en la vida de Jesús, había una sensación de poder que inducía a pensar, no sólo a él sino a la gente, en indicios de milagro y hasta de magia. A nosotros nos resulta difícil hoy encontrar el germen de verdad de estos relatos, sin embargo, hay algo que está claro. Tal vez para Simón y para quienes mejor lo conocían, Jesús parecía superar la talla normal del ser humano, y esto le hacía aparecer a sus ojos como alguien con poder para controlar las fuerzas ante las que los hombres se sienten impotentes, como el viento y las olas. Tal vez era que, en las tormentas de la vida, Jesús era siempre un centro de calma. De modo que, con el tiempo, quienes estaban a su alrededor llegaron a proyectar su calma sobre el mundo exterior. Tal vez Jesús sació tan hondamente, con su alimento espiritual, a quienes estaban cerca de él, que empezaron a imaginar a grandes multitudes que participaban de aquel banquete en que siempre había más viandas de cuantas podía consumir el gentío por numeroso que fuera.

Tal vez la presencia de Jesús era tan grande y su perfección tan manifiesta que curaba a la gente. Tal vez algunas personas sólo necesitaban tocar la orla de su vestido; otras, bastaba con que se pusieran en su presencia para tener el valor de dar el primer paso hacia la salud; y había quienes tan sólo necesitaban tener noticia del amor y del perdón divinos en una sociedad en la que se les había enseñado que el dolor, la enfermedad y la tragedia eran signos del juicio de Dios y, en consecuencia, de la propia condición pecadora. Fuese cual fuese la explicación, la vida de Jesús parecía llamar a la gente a la perfección y al bienestar. Ésta fue, seguramente, la experiencia de Simón. De ser así, a nadie debería sorprenderle que, en torno a aquel Jesús, se multiplicasen las historias sobre fenómenos de esta índole, que eran la forma como las gentes del siglo I podían explicar lo que experimentaban ante él. Sospecho, en efecto, que Simón escuchó tales explicaciones y hasta que habría podido participar en la creación de las mismas.

Simón vio en Jesús un hombre que tenía una misión. Aunque sospecho que Simón no estuvo seguro de cuál era esa misión, jamás dudó de su realidad. El mundo tiene siempre una manera de quedar a un lado en presencia de una persona, hombre o mujer, que sabe adónde va, pero Simón formaba parte del mundo de Jesús. Cuando algunos consignaron por escrito su concepción de Jesús, lo presentaron como alguien que tenía una cita con su destino. El término “hora” expresó la expectativa por la llegada de esta cita. Poco importa cómo llegó a establecerse la conexión; seguramente se pensó que el concepto era apropiado para la vida de Jesús. Jesús no presionaría para adelantar su «hora», que no debía llegar antes de que estuviese listo. Tampoco está muy claro cómo llegó a conectarse su «hora» con lo que las Escrituras llamaban «el día del Señor»; pero este segundo concepto agregó una carga espiritual que, con el tiempo, hizo que muchas partes de la tradición hebrea se relacionasen con Jesús en busca de una explicación adecuada.

Lo único cierto es que la ciudad de Jerusalén estuvo implicada en aquella «hora» y que dicha ciudad atrajo a Jesús magnéticamente. Sospecho, en contra de lo que dan a entender los Evangelios Sinópticos, que Jesús viajó repetidas veces a la Ciudad santa. Estoy seguro de que fue ejecutado en ella pero, además, estoy convencido de que el viaje más importante que el “movimiento” o el grupo de Jesús hizo a Jerusalén no fue antes sino después de la Crucifixión, a pesar de la entrada triunfal del Domingo de Ramos. Todavía no puedo justificar aquí el motivo de esta afirmación que puede parecer extraña, pero lo apunto con idea de volver luego sobre ello. Baste decir, por ahora, que Simón vio misión, mística y destino de Jesús asociados, de alguna manera, con el significado del propio Jesús; y que todo esto produjo una impresión indeleble en aquel sencillo pescador.

Estas experiencias, y probablemente muchas más, debieron de bullir en la mente de Simón durante su viaje de regreso a Galilea tras la Crucifixión, primero pasando por Betania y luego durante su larga marcha. Simón había comenzado a hacer el proceso interior propio de una persona sumamente afligida. Recordaba los episodios de la vida de Jesús, los aislaba de modo que pudieran cobrar relieve en su mente. Cada evento rememorado en la corriente de su conciencia, lo volvía de un lado y de otro buscando nuevos ángulos para poder entenderlo de una forma nueva o para encontrar en él alguna nueva dimensión. Era un trabajo triste que siempre resultaba penoso, porque cada momento, tras examinarlo y captar un punto de recuperación, acababa volviendo siempre a caer en la negrura del sentimiento total de la pérdida. Jesús estaba muerto. Había sido ejecutado. El sueño que, de alguna manera, había estado asociado a la vida de Jesús, ya no podía ser. Durante días, semanas y quizá meses este pensamiento obsesionó a Simón.

Pero cabe sospechar que Simón no fue el único en vivir aquel pesar y aquel proceso interior. Hay razones para pensar que Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, que eran amigos de Simón antes de que Jesús entrase en sus vidas, participaron en aquel período de tristeza. Todos realizaban las faenas de la pesca en torno al lago de Galilea. Seguro que estarían en contacto, al igual que Andrés, ese personaje más difuminado, identificado sin embargo como «el hermano de Simón». Tal vez hubo otros, pero estos cuatro seguro que hablaban entre sí y compartían su pesar. Juntos reflexionaron sobre sus experiencias y se preguntaron qué podía significar todo aquello. Juntos sintieron el vacío y la oscuridad. La sensación de absurdo era casi una evidencia física para ellos.

Las nubes no se disipaban con el tiempo. La intensidad de la presencia de una persona en la vida de otra sólo se equipara a la intensidad de su ausencia. Jesús, tan intensamente presente en la conciencia de aquel pequeño grupo, era ahora el intensamente ausente en su existencia a pesar de que intentaban volver a poner sus vidas de lleno en sus hogares de Galilea.

La necesidad económica y la salud psicológica les exigieron retornar a su forma habitual de asegurar un sustento. Pescar era todo lo que sabían hacer, por lo que creo que, pasadas algunas semanas, o quizá meses, volvieron a su trabajo. La observación recogida en Juan 21, de que Pedro dijo, en un momento dado, «Voy a pescar», y que los otros le respondieron «Nosotros vamos contigo», tiene el sonido de lo auténtico. Uno no puede quedar inmovilizado de por vida por la pena. Mi conjetura es que volvieron otra vez a pescar formando equipo en la misma barca. Era importante para ellos estar con quienes podían entender el trauma que había marcado sus vidas. Así pues, Simón, Santiago, Juan y Andrés regresaron al mundo de los pescadores y a volver a desarrollar sus habilidades en las horas oscuras de la noche, antes de que el alba irrumpiese sobre el Mar de Galilea.

La pesca es, en cierto modo, entretenida y aburrida a la vez. Las mejores capturas se conseguían justo antes de salir el sol. Era también el tiempo de llevar las capturas al mercado. En aquella sociedad, la comida del mediodía era la comida principal (sólo la electricidad ha transformado la comida del mediodía en un simple almuerzo y la cena en una auténtica comida). Se imponía la necesidad de limpiar las redes y de repararlas perfectamente so pena de que no fueran eficaces, y las horas de luz diurna se empleaban en este trabajo. Dependiendo del viento principalmente, la elección de los lugares de pesca, en aquel lago de unos veinte kilómetros de ancho, comportaba, muchas veces, desplazarse a remo. Recoger las redes en aguas relativamente tranquilas podía hacer que las horas pareciesen interminables. De manera que había mucho tiempo para charlar.

También aquellas aguas estaban llenas de recuerdos. Fue en aquel lago donde aquellos pescadores se encontraron por primera vez con Jesús. En aquel lago y de pie en su barca, Jesús había enseñado a la muchedumbre. Lo habían cruzado navegando en su compañía. Tal vez habían soportado alguna tempestad estando él en la barca. Las aldeas ribereñas —Betsaida, Cafarnaúm, Corozaín, Genesaret— eran nombres familiares para ellos, asociados además al recuerdo de Jesús. Nada les permitía escapar al recuerdo de su presencia. Para ellos, Jesús seguía estando en todas partes aunque les faltaba.

Cuando el alba empezaba a clarear, aquellos pescadores ponían proa a la orilla como siempre, arrastrando su captura. Una vez en la orilla, la meterían en cestos y, antes de transportarla al mercado, almorzarían juntos al borde del agua. El menú consistía en pescado —recién cogido, limpiado y asado al fuego encendido junto al lago— y en pan que habrían llevado consigo de sus casas el día antes. Y mientras comían, volverían a entablar conversación y Jesús sería, sin duda, el tema de gran parte de ella.

A veces, con las primeras luces del alba, la neblina del lago favorecía algunas formas que su imaginación también elaboraba. La gente apenada tiende a ver formas que hablan a su tristeza. Una vez, Simón creyó ver una figura fantasmal caminando sobre las aguas. Fue tan real que se alzó y se metió en el lago para conseguir una visión mejor. Cuando el agua le llegaba a la cintura, la aparición pareció evaporarse, de modo que Simón regresó a la playa, conmovido y admirado de las jugarretas que le gastaba su mente.

Cada comida judía –incluida la de pan y pescado junto al lago en las primeras horas del día– era un acto litúrgico. Toda comida simbolizaba el festín escatológico que tendría lugar el día del gran banquete con el que se inauguraría el reinado de Dios. Sugerían las Escrituras que, en aquel banquete, se reunirían gentes llegadas del norte y del sur, del este y del oeste, para sentarse a la mesa de Abraham. Así, en cada comida judía, los hombres y las mujeres reunidos oraban por el reino futuro. La comida empezaba con la bendición ceremonial sobre el pan. El cabeza de familia levantaba el pan y generalmente oraba con palabras como éstas: «Bendito seas, Señor Dios, rey de universo, que produces el grano que brota de la tierra para alimento de nuestros cuerpos».

Día tras día, aquel pequeño grupo de pescadores realizaría esta bendición ritual, tal vez de forma rutinaria, y, tras el ayuno nocturno, se desayunaría con pan y pescado. El vino no se tomaba en la mayor parte de las comidas, y menos a primera hora de la mañana. El vino era caro a la vez que revestía un carácter ceremonial. Para los pobres, era una bebida que sólo se tomaba en los grandes festines. En Juan 21, pan y pescado es la dieta del lago de Galilea. Pan y pescado habían sido también las provisiones de los relatos de la alimentación milagrosa de la multitud.

Seguramente, cada vez que bendecían el pan al iniciar su desayuno, las mentes de aquellos hombres recordaban otra comida, tomada en Jerusalén, en la estancia superior de una casa, una noche extraña y aciaga. Una noche en la que abundaron el miedo, la ansiedad y la melancolía. Todo había sido tan dramático… Jesús tomó pan, lo partió y lo identificó con su cuerpo roto. No tenía ningún sentido, pero con aquello parecía decir que vislumbraba el desastre. El desastre se abatió, en efecto, sobre ellos durante aquella noche. Pero la comida y cuanto ocurrió después, en aquella noche, tuvieron como efecto marcar, con un significado y un recuerdo indelebles, todas las bendiciones del pan de cada comida. Ocurrió así que, mañana tras mañana, en el lago de Galilea, unos pescadores, que habían quedado hondamente impresionados por Jesús de Nazaret, ahora ya «el crucificado», empezaban su comida matinal tomando pan, bendiciéndolo, partiéndolo y recordando.

Todos estos temas deben de haber jugado un determinado papel en el subconsciente de Simón durante los momentos tranquilos en los que se permitía el lujo de recordar. El pan partido… «Éste es mi cuerpo roto». ¿Ordenó Jesús partir el pan en memoria de él cuando ellos se juntasen? ¿O empezaron a hacerlo y después procedieron a justificar la tradición poniendo en boca de Jesús el mandato de hacerlo? ¿Dijo Jesús: «cada vez que comáis de este pan y bebáis de esta copa, proclamaréis la muerte del Señor hasta que venga» o fueron los discípulos quienes lentamente empezaron a ver la conexión entre el pan bendecido, partido, distribuido e ingerido, y la vida de Jesús, que había sido bendecida, rota y dada en alimento? ¿Cuánto tiempo fue necesario para que emergiese esta nueva posibilidad o esta nueva concepción?

La muerte de Jesús fue un hecho indiscutible. La idea de que su muerte hubiera ocurrido de aquella manera no era fácil de encajar. Jesús había sido ejecutado en un madero en forma de cruz. La Torah –tan sagrada para cualquier hombre o mujer judíos– llamaba «maldito» al que hubiera sido colgado de un árbol. ¡Qué arrogancia hubiera supuesto, para unos pescadores e iletrados, sugerir cualquier otra alternativa! Jesús había sido acusado de blasfemia. Ningún poder había intervenido para salvarlo. Su muerte se había convertido en un «no» de Dios. Este «no» había sido sancionado y ejecutado por los representantes de Dios en la tierra.

Ellos, que no estaban instruidos ni en la Torah ni en las tradiciones del pueblo de Dios, ¿cómo podían oponerse a los representantes de Dios en la tierra de una manera creíble?

Cada día, tales temas hacían sentir su peso y su contrapeso en las mentes de aquellos discípulos, y yo sospecho que, muy especialmente, en la de uno de ellos de nombre Simón. Por una parte, estaba la experiencia que habían tenido con Jesús, que los había llamado de lo viejo a lo nuevo en su concepción de Dios. Por otra, Jesús estaba muerto y aquella nueva concepción no había prevalecido. Lo que se había mostrado victorioso era lo viejo y no lo nuevo. Las palabras de condena, pronunciadas por los sumos sacerdotes, se veían reforzadas por el hecho de ver al sumo sacerdote como un ungido de Dios. La condena quedaban reforzada, además, por los textos de la Sagrada Escritura citados como prueba. Según se les había enseñado a creer, Dios había hablado a través de dichos textos en todas las épocas y había que buscar discernir en ellos el designio de Dios para todos los tiempos. Los miembros de la jerarquía religiosa estaban vivos y eran los vencedores mientras que Jesús estaba muerto y era el derrotado. Las mentes como la de Simón tenían que empezar a resignarse a lo inevitable de tales conclusiones. Jesús no debía de haber venido de parte de Dios. Estaba muerto y ellos tenían que empezar a aceptar el hecho de que habían sido embaucados y engañados, por lo que, en consecuencia, también ellos tenían culpa pues se habían dejado embaucar y engañar.

Estos pensamientos conflictivos acerca de Jesús preocupaban a Simón ¿Cómo podían haber matado al Mesías? Nadie había oído hablar nunca de un mesías ejecutado y colgado de un madero. «Me hubiera gustado habérselo preguntado a él», debió de repetirse a sí mismo Simón una y otra vez. Pero, por más que se esforzaba, las conclusiones inevitablemente no encajaban. ¿Cómo podía Dios decir «no» a un mensaje de amor y de perdón y continuar siendo Dios? ¿Cómo podía Dios negar a alguien que, por encima de cualquier división humana, había conseguido realzar a cuantos Dios había creado? ¿Cómo podía alguien ser tan por entero autor de vida y no proceder de Dios? ¿Cómo podía alguien dar su vida de una forma tan total y ser considerado culpable de un crimen capital?

En la mente de Simón todo esto carecía de sentido. ¡Cómo habría deseado dejar de lado estas ideas y no continuar por más tiempo este proceso torturante, olvidar esta tensión y seguir adelante con su vida! Pero Simón había bebido hasta saciarse de aquella «fuente de agua viva». Había comido hasta la hartura de aquel pan espiritual que parecía haber saciado el hambre más intensa. Podía negarlo una y otra vez pero no podía fijar su negación, ni siquiera en su propia mente. Así luchaba Simón día tras día, semana tras semana. Pescaba en el lago y compartía el pan y algunos peces en la orilla con sus amigos tan pronto como la aurora se deslizaba por sobre el cielo de Galilea. Las semanas se convertían en meses y todavía no había ninguna resolución.

La respuesta de los discípulos a la desgracia [II]
En el año litúrgico judío, la fiesta que rivalizaba con la Pascua –y hasta la superaba, quizá, en popularidad– era la de los Tabernáculos o de las Tiendas. El nombre hebreo de esta fiesta era Sukkôt que significa «cabañas». Se celebraba en otoño. Gran número de peregrinos viajaba entonces a Jerusalén, igual como en Pascua, en la primavera. Pero la celebración de los Tabernáculos era mucho más festiva. No se sacrificaba el cordero pascual ni se evocaban recuerdos de esclavitud ni la celebración incluía la tristeza de reconocer que el pueblo judío aún vivía sometido al yugo extranjero. La fiesta de los Tabernáculos era, sobre todo, de alegría por la vendimia y por la libertad que habían conocido en la travesía del desierto, cuando vivían en cabañas o en tiendas provisionales y hasta los rollos sagrados de la presencia de Yahvé se guardaban en una tienda de campaña transportable.

Como todas las fiestas judías, la de los Tabernáculos había incorporado el anhelo de un mesías, del reino y del reinado de Dios. La liturgia de los Tabernáculos se organizaba en torno a los discursos de los capítulos 9-14 del profeta Zacarías y a partes del Salmo 118, que el pueblo cantaba mientras circulaba alrededor del altar del Templo. La liturgia de los Tabernáculos también se centraba en los símbolos de la luz y del agua. Israel sería la luz para las naciones de la tierra, y de Jerusalén brotarían fuentes de agua viva; lo cual era un símbolo del Espíritu que debía gobernar el mundo cuando llegase el reino de Dios.

Cuando se acercaba la fecha, el contenido de esta festividad se hizo presente, del modo más natural, en la mente de Simón, que, en un momento dado, empezó a asociar dicho contenido con su constante empeño por dar sentido a la muerte de Jesús. A su mente acudían frases conocidas de la liturgia de los Tabernáculos:

No moriré sino que viviré para poder cantar las obras de Yahvé. Castigóme, castigóme Yahvé, pero no me dejó morir. Abridme las puertas de justicia, y entraré por ellas para dar gracias a Yahvé. Es la puerta de Yahvé, entran por ella. Te doy gracias, ¡oh Yahvé!, porque me oíste y estuviste por mí para la victoria. La piedra que rechazaron los constructores ha sido puesta por piedra angular. Obra de Yahvé es esto, admirable a nuestros ojos. Éste es el día que hizo Yahvé: alegrémonos y jubilemos en él. […] Bendito quien venga en el nombre de Yahvé. […] Yahvé es Dios, él nos mandó la luz. Entretejed guirnaldas en la fronda y traedlas…

Todas ellas son frases populares del Salmo 118, un salmo que todos identificaban con la fiesta de los Tabernáculos. Era el salmo que se cantaba siempre en la procesión alrededor del altar, que era el rito característico de esta fiesta. Esta palabra profética hablaba del tiempo en que «el Señor, vuestro Dios, vendrá [a Jerusalén] y allí morará de continuo». Los pasajes que se leían cada año estaban tomados de Zacarías 14. También allí se hablaba de las «aguas vivas» que algún día manarían de Jerusalén. Aquel día –afirmaba Zacarías– «el Señor será rey sobre toda la tierra». Estas palabras eran tan familiares a Simón como las del nacimiento de Jesús para los cristianos de hoy dado que se leen todos los años en Navidad.

Así fue como Simón dejó que tales palabras entrasen y morasen en su mente, y de ella partieran cuando pensó en la posibilidad de regresar a Jerusalén para sumarse a la celebración de la Sukkôt. Había pasado suficiente tiempo desde la ejecución de Jesús como para poder regresar con seguridad, una vez más, formando parte de algún grupo de peregrinos. Deseaba asimismo restablecer contacto con quienes había estado tan unido hacía unos meses. Pensaba, probablemente de un modo especial, en María Magdalena. Ahí estaba aún la tristeza de su conflicto sin resolver, que le pesaba tremendamente. Tal vez también estarían allí otros discípulos que habían permanecido en Jerusalén. Simón discutió sus planes con sus compañeros de pesca, que se inquietaron. Como la fiesta duraba quince días o más, tampoco era necesario tomar una decisión inmediata.

Durante los sábados anteriores a la Sukkôt, se leían otras secciones del profeta Zacarías en las sinagogas. Concretamente, el capítulo 11 (vv. 7 y ss.), donde estaba el relato de los dirigentes del templo que pagaban treinta monedas de plata para desembarazarse de alguien a quien Dios había elegido para ser pastor de Israel. A dicho relato le seguía una promesa divina:
Pero derramaré, sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén, un espíritu de gracia y de oración, y alzarán sus ojos a mí, y a aquél a quien traspasaron le llorarán como se llora al unigénito, y se lamentarán amargamente por él como se lamenta amargamente el primogénito.

El capítulo hablaba asimismo del plan divino de «herir al pastor para que se dispersen las ovejas» y todo ello era el preámbulo del relato propio de la fiesta, en Zacarías 14, que se orienta al tiempo en que «el Señor será rey sobre toda la tierra».

Simón examinó también estos pasajes. Cuando escuchaba la lectura de las Escrituras, le parecía que éstas le hablaban a gritos de Jesús. La mente de Simón continuaba agitada. Estaba inquieto e intranquilo. Las imágenes combatían entre sí. Su intuición chocaba con el sentimiento de la inconveniencia de sus pensamientos. Nadie hubiera considerado jamás a un simple pescador como una fuente de sabiduría teológica. Tal era el cometido del sumo sacerdote y de los doctos escribas que se pronunciaban normalmente sobre la verdad –o no verdad– de las ideas religiosas. Y ellos eran quienes habían condenado a Jesús. No obstante, con razón o sin ella, la verdad que se estaba adueñando de él no se podía negar. De alguna manera Simón se supo dominado por un amor que no le dejaría escapar.

Con todo, mientras su mente luchaba, él no dejaba de trabajar. Cada noche significaba ir de nuevo en barca hasta el centro del lago en busca de la captura suficiente como para comprar el pan de cada día. Durante la noche antes de su viaje a Jerusalén, hicieron una redada de peces especialmente abundante. De repente, a Simón se le había ocurrido la idea de arrojar las redes por el otro costado y los resultados fueron sorprendentemente buenos. Arrastraron su captura a la orilla en un ambiente de fiesta y de alegría. Aquella mañana el desayuno junto a la orilla sería de los buenos.

Ya estaba preparado un fuego de carbón. Tal vez otros pescadores habían tenido también una buena captura y habían desembarcado tomándoles la delantera. En la parrilla primitiva aún quedaba un trozo de pescado asado. Cuando una captura era buena podían permitirse un despilfarro como éste. En su alegría, Simón había saltado de hecho al agua y nadado hasta la orilla para así poder ayudar a acercar la barca, sana y salva con su abundante carga. Sintió que su espíritu se reponía un poco después de tan largo periodo de depresión.

Una vez asegurada la captura, cebaron el fuego, limpiaron los peces seleccionados y los colocaron sobre los carbones encendidos para asarlos. Sacaron el pan guardado en la barca y la comida estuvo lista. Simón, que era el de más edad del grupo, realizó la ceremonia de la bendición. Las imágenes se agolparon: el Salmo de los Tabernáculos, «no moriré, sino que viviré»; las palabras de Zacarías: «mirarán al que traspasaron»; y aquella noche aciaga, cuando Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio identificándolo con su cuerpo. A la manera judía, Simón expresó verbalmente tales imágenes en la bendición ritual y partió el pan.

De repente, todo encajaba para él. La crucifixión no era un castigo, tenía una intención, un sentido. La cruz era la última parábola de Jesús representada en el escenario de la historia para abrir los ojos de quienes no podían abrirlos de otra manera al significado de su vida como signo del amor de Dios. El amor de Dios era incondicional y no se obtiene mediante la rigurosa observancia de la ley; el amor de Dios estaba más allá de las fronteras de la justicia; era un amor que no pedía nada a cambio. La muerte era el episodio final en la historia de la vida de Jesús. Demostró, como nada podía hacerlo, que dando la vida es como la encontramos, que repartiendo amor es como lo encontramos, y que abrazando a los parias y marginados es como a nosotros, parias y marginados, somos abrazados. Era un amor que permitía dejar de aparentar para ser simplemente.

Aquella mañana, Simón intuyó el significado de la crucifixión como nunca antes lo había sentido y aquello fue el alba de la Pascua de Resurrección en la historia humana. Sería correcto decir que, en aquel momento, Simón se sintió resucitado: en su mente desaparecieron las nubes de tristeza, confusión y depresión, y, en aquel momento, supo que Jesús era parte de la esencia misma de Dios, y Simón vio, en aquel momento, a Jesús, vivo.

Fue como si le cayesen unas escamas de los ojos, y Simón vio un reino que nos rodea en cada momento, un reino de vida y de amor; un reino de Dios desde el que Jesús se aparecía a Simón. ¿Era real? Sí, estoy convencido de que lo era ¿Era objetivo? No, no creo que fuera objetivo. ¿Puede una cosa ser real sin ser objetiva? Sí, pienso que sí es posible porque «objetivo» es una categoría que mide acontecimientos dentro del tiempo y del espacio. Jesús se apareció a Simón desde el ámbito de Dios, y este ámbito no está dentro de la historia ni del tiempo y el espacio. ¿Fue entonces algo engañoso? No lo creo. Sin embargo, siempre habrá personas que no tengan los ojos abiertos y que nunca vean lo que Simón vio, por eso siempre pensarán que fue algo engañoso.

No obstante, siempre habrá también otra clase de personas: quienes acepten este dictamen y pretendan ver cuando, realmente, no ven. Personas así insistirán en que tienen una evidencia concreta. Muchos ocuparán altos puestos en círculos eclesiásticos. Sin embargo, la prueba de la visión o de la ausencia de visión habrá que verla en sus vidas. ¿Son semejantes a Cristo, abiertos, comprensivos, amorosos y alimentadores de los hambrientos de la tierra, o son jueces implacables, prontos a imponer a los demás su concepción de la verdad, a juzgar y rechazar a quienes, según sus criterios, no son creyentes ni seres humanos?

«Simón, hijo de Juan, si me amas, apacienta mis ovejas». Ésta fue la exhortación que le pareció escuchar a Simón, una y otra vez, siempre que intentaba dar sentido a su experiencia en Galilea. El Cristo resucitado sólo será conocido cuando sus discípulos puedan amar como amó Jesús y a los que él amó: los más pequeños de la tierra. Con el tiempo, esta verdad se volvió parábola, y, con el tiempo, se puso en boca de Jesús que se presentaba a sí mismo como el «Hijo del hombre» que llega entre nubes de gloria para juzgar al mundo. El mensaje era, sin embargo, muy simple: cuando alimentáis a los hambrientos, dais agua al sediento, vestís al desnudo, confortáis al afligido, acompañáis al rechazado y al encarcelado, «a mí me lo hacéis». Dios ha venido efectivamente del cielo para habitar en Jesús. Jesús, visto ahora como parte del ser de Dios, «ha venido» para habitar en el más pequeño de los nuestros. Para decirlo con las palabras de la teología cristiana posterior, es una nueva encarnación: Dios en Cristo y Cristo en el menor de los hombres. Sí, Simón vio a Jesús vivo en el corazón de Dios.

La visión de Cristo que puso en marcha la Iglesia
¿A qué debió de parecerse esta visión? No lo sabré nunca. Lo que sé es que –como ya discutimos en el capítulo sobre Pablo–, cuando los primeros discípulos intentaron decir todo esto en un lenguaje humano, utilizaron el verbo griego ôphthê, que es el mismo verbo empleado tanto por Isaías en el relato del momento en que «vio» al Dios altísimo y santo[36] como por Pablo cuando escribía: «¿No he visto yo a Jesús, el Señor?». ¿Qué significa esta «visión»? ¿Por qué Lucas le hizo decir a Simón, de sobrenombre Pedro y ya dirigente de la Iglesia entonces, «Dios le concedió [a Jesús] hacerse públicamente visible, no a todo el mundo sino a los testigos señalados de antemano por Dios, a nosotros que comimos y bebimos con él, después de haber resucitado él de entre los muertos»?

Simón vio. Vio realmente. Jesús había sido exaltado hasta el Dios vivo. Esto no tenía nada que ver con tumbas vacías ni con llagas dolorosas sino con comprender que Jesús había hecho real a Dios para los hombres y que Dios había incorporado la vida de Jesús a la naturaleza divina. Con un estallido de ánimo Simón intentó trasladar a sus compañeros su visión. Intentó abrirles los ojos. Su mente torturada se derramó en un torrente de palabras en aquel desayuno. En sus manos el pan se partía más y más hasta que la luz despuntó en Santiago, Juan y Andrés.

Ninguno de aquellos pescadores tenía las herramientas necesarias para desarrollar las elaboradas cristologías que marcarían el futuro cristiano. Todos sabían, y lo sabían profundamente, lo que aquel Dios había reclamado de la vida de Jesús y que dicha vida, ahora parte de Dios, estaba para siempre a su disposición, como Dios. También sabían que ahora tenían que ser irradiadores de esa vida por doquier. Parece asimismo que comprendieron que no importaba la cantidad de gente a la que se otorgase el don de Cristo pues siempre quedaría para dar sin fin. Cestos de fragmentos del amor liberal y de la inacabable mesa del Señor siempre se recogerían simbólicamente después de que todos «hubieran comido hasta saciarse».

Simón comprendió, al fin, que la muerte no podía retener a quien él sabía que era el Cristo de Dios. Era el Santo de Dios que, para Simón, tenía palabras de vida eterna. Simón había visto al Señor. El Cristo resucitado se apareció primero a quien los discípulos empezaron a llamar Cefas (en arameo, la roca; Pétros, en griego). Simón vio y abrió los ojos de los otros para que vieran. Simón era la «roca» sobre la que podía llegar a sustentarse la comunidad de los cristianos. Fue esta comunidad la que le dio el nuevo nombre de Pedro, y la que, en sus relatos sagrados, presentó a Jesús diciendo a Simón: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».

Así fue como reunió Simón a sus compañeros mediante su visión. Juntos decidieron luego que tenían que subir a Jerusalén para la fiesta de los Tabernáculos, y que tenían que compartir su visión con otros, para que también ellos pudieran ver. Simón Pedro reunió primero a sus compañeros galileos, a Santiago, Juan y Andrés, y juntos marcharon a Jerusalén. Allí reuniría a los discípulos de la capital. En mi opinión, el viaje de regreso a Jerusalén fue, para Pedro y sus compañeros, no sólo un viaje triunfal sino que se convirtió en el viaje triunfal.

Creo que fue su “procesión del Domingo de Ramos” que, más tarde, por un cruce de cronologías, se colocó, en los Evangelios e, indirectamente, en la vida de Jesús, antes de la crucifixión. Creo que la cronología aparente de los Evangelios no responde a la historia real. La Resurrección de Jesús se proclamó en Jerusalén durante la festividad de los Tabernáculos, en otoño, unos seis meses después de la Crucifixión. Y los detalles de la fiesta de los Tabernáculos determinaron, como intentaré demostrar, la forma y el contenido de las leyendas jerosolimitanas de la Pascua de Resurrección que nos han llegado.

Creo que estas pistas nos resultan hoy más visibles que nunca por tres razones principales. Primero, porque, en el pasado, al ser como somos “gentiles”, leíamos unos libros judíos como son los Evangelios sin comprender su propia manera de estar redactados y, en concreto, sin ninguna idea del midrásh. Segundo, porque, por lo general, nuestra lectura se centraba en la fiesta de la Pascua y por eso ignoraba el contenido y la significación de la celebración de los Tabernáculos. Y, tercero, porque hemos sido prisioneros de una mentalidad lineal a la hora de leer los Evangelios, mientras que ahora, con la recuperación del midrásh y de la fiesta de los Tabernáculos, liberados del tiempo lineal, podemos ver que cada viaje de Jesús y sus discípulos, de Galilea a Judea, se superpuso, en el desarrollado de la tradición evangélica, independientemente de la fecha en que se realizó, al contenido propio de los otros viajes anteriores.

El viaje de Simón y de sus compañeros, desde de Galilea a Jerusalén, para proclamar al Cristo vivo durante la festividad de los Tabernáculos, quedó incorporado a un viaje anterior, realizado por Jesús y sus discípulos, cuando peregrinaron a Jerusalén, en el tiempo de la Pascua, y que acabó con la muerte del Maestro. ¿Nadie se pregunta cómo podían haber llamado triunfal a aquel viaje primero si terminó en un desastre? ¿Nadie se extraña de cómo unos ramos verdes, incluidas palmas, se conectaron con aquella visita de Pascua en primavera cuando tales ramos, así como los gritos de «Hosanna al que viene en nombre del Señor», eran algo característico de la fiesta de los Tabernáculos, que caía siempre en otoño? ¿Nadie pregunta por aquel extraño episodio de la higuera, a la que Jesús maldijo tras no encontrar fruto en ella, y que se asoció con la Pascua, que caía en la estación del año en que ningún árbol lleva fruto, mientras que, durante la fiesta de los Tabernáculos, los higos solían estar en plena sazón pues es la estación en que se puede esperar encontrar fruto en cualquier higuera de Palestina? ¿Nadie se pregunta cómo se creó la leyenda de la tumba?

Sin embargo, en la fiesta de los Tabernáculos, una estructura parecida a una tumba, utilizada sólo como casa provisional, formaba parte de la liturgia. Los participantes en aquella liturgia llevaban cajas de hojas aromáticas y limones a dicha tienda como parte de la ceremonia. Los Tabernáculos fueron una fiesta de siete días en su forma primera y de ocho días posteriormente, y yo creo que, superponiendo este módulo de tiempo a la Pascua, la Iglesia creó una “Semana Santa” de ocho días, que empieza con la procesión de las palmas y culmina, al cabo de ocho días, el día primero de la semana, que acabó siendo el día en el que se fijó definitivamente la liturgia de la Resurrección.

Con todo lo dicho, estoy insinuando –para resumir– que la visión de Jesús vivo por parte de Simón ocurrió no menos de seis meses después de la muerte de Jesús en la cruz, y que tal visión ocurrió en Galilea; que Simón abrió entonces los ojos de sus compañeros galileos, que también pudieron «ver» a Jesús resucitado; que juntos viajaron a Jerusalén, en la fiesta de los Tabernáculos; que allí se reunieron con los discípulos jerosolimitanos para compartir su fe; y que, dentro de la liturgia de la celebración de los Tabernáculos, se desplegó la historia de la Pascua de Resurrección. De este modo intento demostrar que la tradición de los Tabernáculos llegó a nutrir el desarrollo del relato pascual y nos proporcionó el domingo de Ramos, la expulsión de los mercaderes del templo, la importancia del primer día de la semana, la tumba vacía, los perfumes llevados al sepulcro y hasta el ángel mensajero. En este contexto se desarrollaron los relatos y crecieron las leyendas.

Pero la verdad no está en juego ni en los relatos ni en las leyendas. La verdad de Jesús, viviente y disponible, fue la que creó los relatos y las leyendas y no al revés. Los relatos y las leyendas pueden disecarse, reelaborarse y reinterpretarse, y hasta se pueden dejar de lado, sin que corran peligro ni la integridad ni la realidad de la experiencia que los puso en pie y los hizo existir.

Si mi re-creación tiene validez más allá de una simple especulación interpretativa, tendríamos que encontrar, en los textos bíblicos, indicios que la confirmasen. Los relatos y leyendas siempre tienen pistas que nos indican sus orígenes. Creo que podemos encontrar estos indicios en el capítulo séptimo del Evangelio de Juan, en los relatos del domingo de Ramos, de la purificación del templo y hasta en los extraños relatos de la Transfiguración. Sin embargo, ninguno de estos indicios se me hizo visible hasta que no descubrí el papel de la fiesta de los Tabernáculos y empecé a estudiarla en el texto evangélico.

Por el Obispo John Shelby Spong en Redes Cristianas

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