Los sacramentos de la Iglesia ya no significan casi nada
para la inmensa mayoría de quienes aún participan en ellos. Un signo
que deja de significar ya no es un signo, sino un juego de magia. Los
ritos cristianos y los símbolos en que se fundamentan han degenerado,
para la mayoría de los creyentes, en pura magia. Por supuesto que los hombres y las mujeres de hoy seguimos necesitando de la magia,
es decir, de palabras y gestos que de un modo automático e irracional
nos vinculen con lo trascendente. Pero esa no es la cuestión.
Sostengo que muchos de los comportamientos de sacerdotes y laicos durante la celebración eucarística son fundamentalmente mágicos, no religiosos.
¿Te imaginas a los apóstoles arrodillándose ante el pan o a Jesús
recogiendo las miguitas del plato? Estos comportamientos reflejan que
nuestra actitud ante el signo sacramental es mucho más mágica que
religiosa.
Para que puedan significar, los signos han de entenderse. La doctrina del ex opere operato,
la que postula que el sacramento es eficaz con independencia de la
comprensión de quien lo recibe, ha desvinculado al signo del sujeto y lo
ha degenerado y cosificado. Los sacramentos hay que entenderlos, al
menos en alguna medida. De lo contrario, no sacramentalizan nada, que es
lo que sucede hoy en nuestros templos. Nadie entiende nada. A lo que
más me recuerdan nuestras misas es al teatro del absurdo de Beckett.
Pongamos el ejemplo de la Eucaristía, cuyos símbolos son el pan y el vino.
El pan es, desde luego, algo cotidiano, blando y nutritivo. Que el pan
sea símbolo de Dios significa que Dios es algo cotidiano, que Dios es
blando, que Dios es nutritivo. Pero si el símbolo es el pan, el signo o
sacramento es el pan partido, repartido y comido. Así que de lo que se
trata es de partir y repartir el pan conscientemente; de llevárselo a la
boca conscientemente; de, conscientemente, masticarlo y tragarlo.
Conscientemente significa a sabiendas de que no se trata solo de dar
pan a los demás, sino de ser pan para ellos, de convertirte en el
alimento que alivia su necesidad. Comer de este Pan nos da fuerza para
ser pan. En esta misma línea, el signo no es simplemente el vino, sino
el vino repartido y bebido. Beber de este Vino nos posibilita ser vino para los demás. Y el vino es la sangre, es decir, la vida: ser la vida para los demás.
Y eso de reservar la eucaristía en un sagrario, ¿a qué viene? ¿No
hemos dicho que el verdadero signo es partirlo? Prueba de que nuestra
mentalidad es mágica, es que pensamos que Dios está en el sagrario más
que fuera de él. Pero eso… ¡es absurdo! No es que esté allí más que en
otra parte. Es que está allí para… significarnos que está en todas
partes, para que lo recordemos. Dios está en todas partes, decimos, pero
luego nos empeñamos en meterle en una caja. Meterle en unas teorías que llamamos teologías y en unos símbolos que llamamos sacramentos, pero que no sacramentalizan nada.
Solo queda una solución: explicarlo todo como si nunca se hubiera
explicado, pues quizá esa es la situación; y queda, por supuesto,
realizarlo todo como si fuera la primera vez, pues acaso lo sea de
verdad. Veremos entonces, maravillados, la potencia de nuestros
símbolos, redimiremos nuestros ritos, descubriremos, en fin, su poder
transformador del alma humana.
Pero, ¿habrá en la Iglesia alguien que se atreva? ¿Habrá alguien que
presente estos símbolos y ritos no solo como aquellos en los que se
cifra la más genuina identidad cristiana, sino como símbolos y ritos de valor universal, aptos para todos, cristianos o no? ¿Habrá alguien, en fin, que presente el cristianismo como religión y humanismo inclusivo, no excluyente ni exclusivo?
El respeto a la diferencia de otras tradiciones espirituales no debe hacernos perder la visión del cristianismo
como propuesta humanizadora universal. Detecto en mis contemporáneos no
solo un hambre de espiritualidad, sino un deseo de recuperar, de forma
comprensible y actual, la tradición religiosa de la que provenimos. El
cuidado del silencio, una sensibilidad que está creciendo, comportará un
cuidado de la palabra y del gesto. Pero, ¿habrá en la Iglesia alguien
que se atreva? ¿Dónde estarán los profetas que nos hagan entender que solo hay posible fidelidad al pasado desde la creatividad y la renovación en el presente?
Por Pablo d'Ors en Vida Nueva
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