Debo reconocer que me ha costado mucho entender las razones de tantas
reacciones, palabras, reflexiones y declaraciones suscitadas durante
estos días, debido a la aprobación del matrimonio igualitario por parte
de la Corte Suprema norteamericana. ¿Por qué tanto conflicto?
No puedo negar que
alguna vez fui una de esas personas. Primero, legitimando una supuesta
condena bíblica y teológica que, con el tiempo y tras mucho estudio,
dejé de lado al reconocer mis hermenéuticas simplistas y sesgadas. Una
vez alcanzada esa convicción en un nivel intelectual, faltaba
deconstruir aquellos prejuicios encarnados en mis afectos y en mi
cuerpo. Ya no condenaba, pero aún me callaba. Aceptaba, pero de lejos.
La gracia de Dios y el milagro que produce el encuentro con el otro, me
ayudó a dejar de lado esas barreras añejas y fronteras profundas que aún
me distanciaban de personas, ideas y, más aún, de la reacción frente a
una situación de injusticia.
Como creyente que
soy, los versículos de Mateo 22.37-40 se transformaron en ejes centrales
de mi vida, mi fe, y parámetro para cualquier construcción intelectual y
sentido socio-político: “Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el
primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y
los profetas.”
Ergo: ningún
“mandamiento” vale más que este amor a Dios y a mi prójimo. En ese amor
me encuentro a mí mismo y “permito ser” al otro/a. El amor es eso:
reconocer al otro/a en su plenitud; y en ese reconocimiento, le damos
existencia. Más aún: cuando un mandamiento me llama al rechazo de mi
prójimo, ni siquiera puede ser interpretado como tal (sólo recordemos la
discusión de Jesús con los fariseos en torno al día de reposo en Lucas
14.1-6)
¿Implica esto,
entonces, un nihilismo total sin juicio alguno sobre las acciones
humanas, como tanto se ha escuchado temerosamente en estos días si se
daba lugar a esta ley? Para nada. ¿Entonces no hay pecado alguno qué
denunciar? ¡Por supuesto que sí! ¿Y qué es el pecado? El odio hacia Dios
a través del odio al prójimo. Y esto, precisamente, ¡no es un elemento
intrínseco a la homosexualidad! Sí lo encuentro en el egoísmo humano que
lleva a enriquecerse y empobrecer al resto, o en acumular un poder
exorbitante que anule al otro. Sí lo veo en la aniquilación del otro/a
por su simple diferencia. Sí lo veo en la devastación de la creación
divina causados por la escalada de la acumulación. Sí lo veo en la
violencia hacia las mujeres y los niños/as, con los casos que vemos
todos los santos días en los medios de comunicación. Sí lo veo en la
calumnia, en el odio, en el rencor, en el juicio premeditado y
deshumanizante, en la defensa de lo propio por sobre los demás.
¿Perversión?
¿Promiscuidad? ¿Desorden de lo natural? ¿Desobediencia a Dios? ¿Valores
de familia? ¿La destrucción del mundo y de la sociedad? Por favor, les
pido un poco de mesura. Seamos más inteligentes, críticos y, sobre todo,
sensibles. ¿Qué tiene que ver eso con la homosexualidad? Si vamos a
poner un “lente sexual” a estos elementos, ¿se pusieron a hacerlo desde
la heterosexualidad? Estoy seguro que los resultados que obtendremos
serán de gran sorpresa. Pero no: eso es lo normativizado; o sea, sin
cuestionamiento alguno. “Lo natural”. Mejor, lancemos todas las culpas a
“lo raro”, ¿no? Sí, es lo más fácil. Así ha sido siempre a lo largo de
la historia. Pero es en ella que también existieron resistencias.
¡Gracias Dios!
En fin, me
entristecen tantas reacciones de odio en torno a un hecho que sólo se
relaciona con el amor, la integración, el derecho y la inclusión. Como
creyente, creo que estos valores son supremos para mi fe. No hay ni
mandato, ni prejuicio, que pueda ir contra ellos. ¿Entonces qué hacemos?
Discutamos, y vamos a ver que muchas cosas pueden ser distintas de lo
que aprendimos. Yo pude descubrirlo. Sobre todo, me abrí al llamado
evangélico del amor como parámetro, donde la humildad crítica del lugar
propio y la apertura a lo distinto a mi, representan el fundamento
central de la fe, o sea, de una vida plena de colores.
Por Nicolás Panotto en Lupa Protestante
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