jueves, 2 de julio de 2015

La vida en colores

Debo reconocer que me ha costado mucho entender las razones de tantas reacciones, palabras, reflexiones y declaraciones suscitadas durante estos días, debido a la aprobación del matrimonio igualitario por parte de la Corte Suprema norteamericana. ¿Por qué tanto conflicto?

No puedo negar que alguna vez fui una de esas personas. Primero, legitimando una supuesta condena bíblica y teológica que, con el tiempo y tras mucho estudio, dejé de lado al reconocer mis hermenéuticas simplistas y sesgadas. Una vez alcanzada esa convicción en un nivel intelectual, faltaba deconstruir aquellos prejuicios encarnados en mis afectos y en mi cuerpo. Ya no condenaba, pero aún me callaba. Aceptaba, pero de lejos. La gracia de Dios y el milagro que produce el encuentro con el otro, me ayudó a dejar de lado esas barreras añejas y fronteras profundas que aún me distanciaban de personas, ideas y, más aún, de la reacción frente a una situación de injusticia.

Como creyente que soy, los versículos de Mateo 22.37-40 se transformaron en ejes centrales de mi vida, mi fe, y parámetro para cualquier construcción intelectual y sentido socio-político: “Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.”

Ergo: ningún “mandamiento” vale más que este amor a Dios y a mi prójimo. En ese amor me encuentro a mí mismo y “permito ser” al otro/a. El amor es eso: reconocer al otro/a en su plenitud; y en ese reconocimiento, le damos existencia. Más aún: cuando un mandamiento me llama al rechazo de mi prójimo, ni siquiera puede ser interpretado como tal (sólo recordemos la discusión de Jesús con los fariseos en torno al día de reposo en Lucas 14.1-6)

¿Implica esto, entonces, un nihilismo total sin juicio alguno sobre las acciones humanas, como tanto se ha escuchado temerosamente en estos días si se daba lugar a esta ley? Para nada. ¿Entonces no hay pecado alguno qué denunciar? ¡Por supuesto que sí! ¿Y qué es el pecado? El odio hacia Dios a través del odio al prójimo. Y esto, precisamente, ¡no es un elemento intrínseco a la homosexualidad! Sí lo encuentro en el egoísmo humano que lleva a enriquecerse y empobrecer al resto, o en acumular un poder exorbitante que anule al otro. Sí lo veo en la aniquilación del otro/a por su simple diferencia. Sí lo veo en la devastación de la creación divina causados por la escalada de la acumulación. Sí lo veo en la violencia hacia las mujeres y los niños/as, con los casos que vemos todos los santos días en los medios de comunicación. Sí lo veo en la calumnia, en el odio, en el rencor, en el juicio premeditado y deshumanizante, en la defensa de lo propio por sobre los demás.

¿Perversión? ¿Promiscuidad? ¿Desorden de lo natural? ¿Desobediencia a Dios? ¿Valores de familia? ¿La destrucción del mundo y de la sociedad? Por favor, les pido un poco de mesura. Seamos más inteligentes, críticos y, sobre todo, sensibles. ¿Qué tiene que ver eso con la homosexualidad? Si vamos a poner un “lente sexual” a estos elementos, ¿se pusieron a hacerlo desde la heterosexualidad? Estoy seguro que los resultados que obtendremos serán de gran sorpresa. Pero no: eso es lo normativizado; o sea, sin cuestionamiento alguno. “Lo natural”. Mejor, lancemos todas las culpas a “lo raro”, ¿no? Sí, es lo más fácil. Así ha sido siempre a lo largo de la historia. Pero es en ella que también existieron resistencias. ¡Gracias Dios!

En fin, me entristecen tantas reacciones de odio en torno a un hecho que sólo se relaciona con el amor, la integración, el derecho y la inclusión. Como creyente, creo que estos valores son supremos para mi fe. No hay ni mandato, ni prejuicio, que pueda ir contra ellos. ¿Entonces qué hacemos? Discutamos, y vamos a ver que muchas cosas pueden ser distintas de lo que aprendimos. Yo pude descubrirlo. Sobre todo, me abrí al llamado evangélico del amor como parámetro, donde la humildad crítica del lugar propio y la apertura a lo distinto a mi, representan el fundamento central de la fe, o sea, de una vida plena de colores.

Por Nicolás Panotto en Lupa Protestante

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