viernes, 1 de enero de 2016

La autoridad de la Iglesia

En el pórtico del 500 aniversario de la Reforma.

Lutero, y con él la Reforma del siglo XVI (1517), llegaron a la conclusión de que la única fuente de autoridad para la Iglesia cristiana era la Biblia, si bien Lutero se la cuestionaba a alguno de sus libros. La autoridad de la Biblia frente a la “cautividad babilónica” de la Iglesia, que supone volver a la tradición eclesiástica; a los orígenes cristianos, frente a formularios litúrgicos y dogmas conciliares que, según Lutero, se alejaban del espíritu de las Sagradas Escrituras. En resumen, Biblia vs. Tradición.

Desde ese convencimiento, la Reforma llega a formular la siguiente trilogía: Sola Fe, Sola Grattia, Sola Scriptura, una fórmula convertida en el lema y estandarte de las iglesias reformadas. Unos años después se celebra el Concilio de Trento (1545-1563), un concilio de reacción ante la Reforma, convocado por la Iglesia de Roma exclusivamente, no ecuménico por lo tanto, en el que los asistentes se ocupan de estructurar, tanto teológica como institucionalmente,  la Iglesia católico-romana y se establece, como fuentes de autoridad: la Tradición, el Magisterio y la Biblia, en ese orden de relevancia, al margen de cómo aparezcan transcritos en los documentos conciliares, un orden de prelación que se mantiene, al menos hasta la celebración en la década de los 60 del siglo XX del Concilio Vaticano II, en el que se recupera en parte la relevancia de la Biblia.

Cual sea la fuente de autoridad de la Iglesia no es un tema menor, ya que eso puede determinar y determina la preeminencia que se atribuya a cada una de esas fuentes y, en su caso, la consistencia y el valor de las decisiones adoptadas. En cualquiera de los casos, sea por parte de la tradición católico-romana como de la protestante y también de las iglesias ortodoxas, el referente final para los cristianos es el Fundador, Jesús de Nazaret, a cuyas palabras y mandamientos se recurre como definitiva autoridad.

A partir de ese axioma, acudimos directamente en busca de aquellas palabras de Jesús que puedan servirnos de referencia para fundamentar el tema que nos ocupa. Jesús se apoya con frecuencia en la Ley y en lo que habían dicho los profetas, con lo que vincula su magisterio a las tradiciones y enseñanzas judías, si bien no lo hace de forma literal, sino mediante una relectura de los textos considerados sagrados por los judíos e incluso señalando alternativas: “Oísteis que fue dicho”, “…más yo os digo”.

Por su parte Lucas nos introduce en esa época que media entre la resurrección y la ascensión, un período de cuarenta días de aliento, de afirmación de la fe y de repaso de la misión de la Iglesia naciente, en el que Jesús resucitado marca algunas pautas a seguir.

El problema que se les presenta a los discípulos estaba vinculado a sus propias limitaciones para afrontar la misión que se les encomienda, ya que a esas alturas no han terminado de entender y asimilar su alcance.  Y es entonces, ya como cierre de esa etapa intermedia, cuando Jesús les hace un anuncio que implica una promesa: “Yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros”; una promesa que aún no les queda suficientemente clara, por lo que Jesús añade: “quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Luc. 24: 49).

El libro de los Hechos es mucho más explícito. Allí se habla del Espíritu Santo, que se hace presente el día de Pentecostés, como aquél que no sólo acompaña sino que afirma y apuntala los mandamientos (cfr. Hech. 1: 2) y, a través del cual, recibirían el poder necesario para encauzar debidamente su misión al frente de la Iglesia (cfr. Hechos 1:8). De esta escena se desprenden algunas afirmaciones y algunas omisiones significativas...

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Por Máximo García Ruiz en Lupa Protestante

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